Día a día confirmo en mi trabajo la importancia que tiene el poder asociarnos con la familia para lograr un objetivo común: favorecer un buen desarrollo en el niño.
Cuando hablo de familias me refiero especialmente a las mamás/papás, pero también a abuelos, tíos, etc., que en ausencia de los anteriores, dedican su tiempo a los cuidados y crianza del niño, siendo los máximos responsables de su bienestar de forma habitual.
Hace años, los pequeños venían a las sesiones acompañados de sus mamás y, ocasionalmente, venía algún papá. Desde hace algún tiempo es bastante habitual que los niños vengan acompañados por mamá y papá o sólo papá. Es decir, el rol de cuidador ya no es exclusivo de la madre ni de la figura femenina.
En mis inicios resultaba algo incómodo el hecho de que estuviera la familia presente en la sesión mientras yo trabajaba con el niño, me sentía observada y quizá juzgada o cuestionada.
Pasado el tiempo me di cuenta que somos los propios profesionales los que solemos caer en el error de juzgar y cuestionar a las familias en base a lo que vemos en las sesiones. Valoramos si el vínculo es adecuado o no, si los métodos de crianza son apropiados (lactancia, colecho, retirada del chupete, retirada del pañal, momento de la separación, límites,…). Siempre, por supuesto, con el fin de ayudar al niño porque “si la familia no lo está haciendo bien, alguien se lo tiene que decir para que lo corrijan”.
Cuando fui madre de un niño con discapacidad visual cambió totalmente mi perspectiva. Como profesional sabes que la familia pasa por un proceso de duelo, pero no lo vives. Como profesional sabes que la espiral de médicos en la que entran es infernal, pero no lo vives. Como profesional sabes lo que se debe hacer, pero no se cuenta con lo que se puede o no hacer en la situación concreta. Como profesional sabes lo que le corresponde hacer al niño en cada etapa del desarrollo, pero no se cuenta con las experiencias emocionales tan extremas que puede estar viviendo el pequeño. Como profesional sabes el patrón de crianza que está de moda, pero no el que necesita cada familia y cada niño.
Tuve la oportunidad de sentarme en la silla del otro lado de la mesa. Viví pruebas duramente invasivas con mi hijo, de las que salía con un sentimiento de culpabilidad enorme por haber permitido hacer el trabajo a los profesionales así, como ellos estimaban adecuado. Y viví la sensación de entrar a una consulta/sesión con expectativas dudosas sobre si le iba a aportar algo bueno a mi hijo, pero empujada a entrar porque “haré lo que mi hijo necesite”. Viví diagnósticos dudosos y diagnósticos inciertos o, como me gusta más llamarlos, diagnósticos “desafortunados”, todos ellos dados con una rotundidad profesional absoluta. Los diagnósticos a los que me refiero fueron respecto a la visión, respecto al desarrollo del lenguaje, respecto a dificultades posturales e incluso respiratorias. Pues un niño con discapacidad está especialmente vigilado y lo que debería servir para prevenir a veces se usa para alertar (en el sentido negativo de la palabra), al advertir deficiencias que en un niño sin discapacidad se registrarían como un desarrollo dentro de lo normal.
No cabe duda de que lo descrito conlleva gran carga para las familias.
He de decir que también me encontré con profesionales que me hicieron sentir especialmente bien, nos acogieron con comprensión y supieron adaptarse a la perfección a nuestras características. Desde aquí les doy las gracias por servirme como modelo.
Todo esto con la ventaja de que mi mochila ya contaba con unas cuantas herramientas: ya trabajaba en Atención Temprana con discapacidad visual, mis padres son ciegos totales y me criaron y educaron ellos, yo tengo discapacidad visual y mi marido también (por supuesto, vivenciado de forma diferente) y ambos sabíamos que existía la posibilidad de que nuestro bebé tuviera discapacidad visual. Por lo tanto, no era algo que nos pillara ni de sorpresa ni desinformados, pero fue un palo fuerte de todas formas.
Ha sido una vivencia personal muy dura y una experiencia profesional muy enriquecedora porque entendí muchas cosas. Entre ellas, por qué a veces nuestro trabajo no da los frutos que esperábamos. Aquellos casos en los que responsabilizamos a la familia de que “no colabora, siendo el perjudicado su hijo”, sin darnos cuenta que, a veces, somos los propios profesionales los que estamos haciendo mal nuestro trabajo en esos casos, porque no somos capaces de asociarnos con la familia.
Normalmente esperamos que la familia se enganche a lo que entendemos que el niño necesita y a la metodología que los profesionales entendemos que es la mejor o la más adecuada. Sin embargo, somos nosotros los que debemos buscar y encontrar la forma más adecuada de asociarnos con ella. Esto implica RESPETO, COMPRENSIÓN y, en ocasiones, mucha PACIENCIA. El proceso emocional puede no llevar el ritmo que nos gustaría, pero debemos esperar con tranquilidad al momento oportuno, ese momento siempre llega si le damos cabida y la importancia que le corresponde.
Las familias son avasalladas con opiniones/criterios de todo tipo y desde todas partes: pediatras, médicos especialistas, maestros, orientadores, otros profesionales de la educación, vecinos, amigos, desconocidos y otros miembros de la familia. Todos saben lo que es lo mejor, pero ninguno vive lo que están viviendo ellos. Estas opiniones o criterios profesionales, normalmente se transforman en “deberías hacer”, es decir, más carga. Cuando esos “deberías” no se ajustan a la realidad concreta de esa familia (circunstancias sociales, momento emocional,…), se convierten en un lastre que, lejos de ayudar, empeoran la situación incrementando el sentimiento de culpabilidad. De tal manera que las familias acumulan gran carga en poco tiempo y tendrán que arrastrar este peso durante un demasiado tiempo.
No podemos olvidar que las familias salen del hospital con sus bebés, generalmente, pasados pocos días. Y, aunque frecuenten muchos médicos, centros de estimulación, etc., con quien más tiempo pasa el niño es con los padres. Es más, es con ellos con quien goza de los momentos tranquilos, de juego, de bienestar. Por ello, es la familia quien mejor conoce al niño y quien mejor puede valorar su estado. Es decir, los expertos en cada niño son sus propios padres.
Es cierto que a veces el bloqueo emocional que sufre la familia, le impide ver al niño como tal y sólo es capaz de ver la enfermedad, pareciendo que recae sobre los profesionales el bienestar del niño. Nuestro papel como profesionales es apoyarles para que retomen su confianza y vuelvan a sentirse expertos en sus propios hijos.
He comprobado que cuando la familia se siente comprendida y aceptada, el estado de ansiedad se rebaja mucho, permitiendo así el acompañamiento y la ayuda profesional. Ese estado más relajado y con menos estrés es el que permite también estar más receptivos hacia los pequeños avances y valorar el estado emocional de sus hijos, lo que acaba modificando el tipo de relación con sus propios hijos. Entonces es cuando la familia es capaz de aportar seguridad al pequeño. En ese ambiente de seguridad y bienestar, el niño también es capaz de relajarse, evidenciándose en poco tiempo avances en su desarrollo.
¿Cómo conseguimos que la familia se sienta comprendida y aceptada? ¿Cómo logramos la asociación?
En primer lugar he aprendido que el primer contacto es importantísimo para ajustar expectativas y para que nosotros, como profesionales, empecemos a aportar seguridad y bienestar a la familia. He comprendido que iniciar la tarea profesional sin indicaciones previas conlleva muchas dudas para la familia (que quizá resuelvan con el tiempo o quizá no), pero en cualquier caso perdemos tiempo fructífero de trabajo por no ir en consonancia con la familia.
Por tanto, entiendo que en el primer contacto debe quedar claro quiénes somos, pues solemos formar parte de equipos multiprofesionales y al final la familia no sabe si está tratando con un maestro, un orientador, un trabajador social, un auxiliar…
En segundo lugar, es necesario explicar cuál va a ser mi trabajo, qué haremos y qué no haremos. En nuestro caso, a veces la familia viene con expectativas de que su hijo recupere visión. Siempre les ayuda el entender desde el inicio que no soy médico, que soy maestra, y que no voy a conseguir que el niño vea más pero sí vamos a intentar que aproveche al máximo el resto visual que tiene (en el caso de que exista resto visual).
Entonces es cuando evidenciamos que nuestro trabajo no es sólo con el niño, sino con la familia, ésto es esencial. Para empezar, porque si la familia no está bien, el niño tendrá dificultades para estar bien. Por ello trataremos de despejar dudas y ayudar en lo posible a la familia, me ofrezco para que pregunten lo que quieran e insisto en que no me importa repetir las cosas las veces necesarias hasta que comprendan la información dada. Por otro lado, es bueno hacer conscientes a la familia de que con quien más tiempo pasa el niño y quienes mejor le entienden son ellos, por lo que ellos me pueden ayudar a entenderle e interpretarle mejor, haciendo que el niño se sienta más cómodo (reconozco en ellos el papel de expertos en su propio hijo). Además, el tiempo que pasan conmigo es mínimo comparado con el tiempo que está con ellos, por lo que el trabajo mío aislado no serviría para nada. Así es como queda legalizada la necesidad de asociación.
A continuación acordamos la frecuencia y duración de las sesiones. Teniendo en cuenta que son niños muy pequeños, la duración puede variar un poco, ya sea porque estén muy cansados y haya que cortar antes o bien porque estemos tratando algún asunto importante con la familia y precisemos unos minutos más.
Y lo más importante de este primer contacto, pero que debe continuar en todos siguientes, es devolver aspectos positivos que hayamos observado tanto en el niño como en la familia. Esto lo considero también esencial. Las familias salen de cada cita médica, de cada sesión de tratamiento, de cada reunión escolar cargados de problemas y temas pendientes que tienen que solucionar en forma de “deberes”. El poder compartir un espacio donde el profesional comprende y acepta al niño tal y como es, disfrutando de él, es enormemente gratificante y constructivo para la familia. Y más aún si se expresan de forma explícita los aspectos positivos que se ven en el niño y en ellos mismos como padres. Es como un “chute” de energía para seguir avanzando el que se les reconozca que están haciendo bien las cosas.
Seguramente en la primera entrevista o primeras sesiones, no se comentarán aspectos más íntimos de la crianza, pero a medida que vamos pasando tiempo juntos y se va estableciendo confianza, la familia suele comentar este tipo hábitos cotidianos. Podemos encontrar niños de más de 2 años que continúan con la leche materna o duermen con sus papás a pesar de tener su propia habitación o quizá consideremos que hay ausencia de límites, etc. Estos son aspectos que personalmente podemos compartir o no, pero profesionalmente debemos alejarnos de la crítica y del consejo generalizado, pues si caemos en ello tendremos asegurado un retroceso en la confianza y la asociación con la familia.
Esto no quiere decir que lo dejemos pasar, sino que haremos el esfuerzo de adentrarnos en una reflexión conjunta desde la situación concreta de cada familia y el estado emocional de cada miembro. De esta manera, lo primero es mostrar respeto y confianza por la situación que se está produciendo. No podemos olvidar que la familia quiere lo mejor para el niño y seguramente estará valorando aspectos que nosotros no conocemos y por eso están llevando a cabo esa práctica. Entonces podremos preguntar y conocer las causas. Es ese momento de comprensión el que solidifica la asociación aún más y los profesionales podemos tener otro prisma de la realidad, no tan radical como podríamos apreciar en un primer momento.
A continuación, podemos analizar de forma conjunta de qué manera está beneficiando al niño esa situación y de qué manera le puede perjudicar. Es en este momento en el que la familia suele cambiar en la percepción de la realidad. Así podremos llegar a conclusiones sobre qué es lo que más favorece al pequeño y cómo podemos conseguirlo. Caminando de forma conjunta es más fácil.
Las soluciones construidas por uno mismo, con o sin ayuda, no son vividas como tareas pendientes o deberes, sino como soluciones que pueden aplicar dado que parten de la situación concreta de la familia.
Este modo de trabajo es generalizable a grupos de aula, a sesiones individuales, ya se tratea de maestros, de educadores, de auxiliares, de orientadores,etc. El respeto, la comprensión y la paciencia son ingredientes que mejoran todos los aspectos de la vida.
Mi última recomendación: si no logramos una asociación adecuada con una familia, el cambio de profesional sería una opción. Pues las afinidades también entran en juego.
Desde hace tiempo me tomo “las familias poco colaboradoras” como un reto de asociación y he comprobado que cuando lo logro, todo fluye y el niño despega.
A modo de conclusión y a mi pesar, he podido observar que la “profesionalización” ha proliferado a costa de la deshumanización. Reconduzcámosla nosotros que podemos.